Impermanencia y cotidianiedad

Esta semana estaba convencida de escribir sobre este término “impermanencia” que me trae muchas reflexiones últimamente.

En mis sesiones de Coaching es un término que utilizo recurrentemente para que mis coachees valoren la transitoriedad de sus estados, de sus momentos y puedan relativizar, tomar distancia para acabar impulsándose hacia otro estado deseado, al que -por supuesto- llegarán sólo a través del trabajo.

Y estando a mitad del escrito, ocurre la tragedia. esta vez en forma de fuego que todo lo arrasa. En forma de espectáculo dantesco. En un escenario perfectamente reconocible para mí.

En el momento en que repaso y reescribo algunos detalles, son 10 las personas fallecidas, 48 perros y 36 gatos. Y pienso no sólo en ellos, sino en los duelos asociados a esos seres, en aquellos que afortunadamente han escapado de la tragedia, en todos aquellos que han perdido algo más que un hogar o sus pertenencias, que han perdido parte de su identidad, de sus rutinas, de su normalidad.

Y retomo la reflexión sobre nuestra fragilidad, no sólo como seres humanos, como cuerpos, como personas; sino la fragilidad que viene sobre todo de nuestro interior, de cómo es nuestra respuesta al cambio, a la aceptación de esa impermanencia.

Cuando ocurren hechos extraordinarios como el del pasado jueves en el incendio de Campanar, la realidad nos obliga a parar, a ponernos en lugar de esas personas, a empatizar con ellos y  a pensar qué haría yo en esa situación. Porque muchas veces vivimos “dormidos”, como zombies atrapados en nuestra cotidianidad, nuestras rutinas, nuestras prisas; sin valorar lo importante, priorizando lo urgente y dejando pasar el tiempo como algo “recuperable”.

Vivir despiertos requiere una atención especial al “aquí y ahora”, al aprendizaje continuo de todo lo que nos rodea, situaciones “buenas y malas”; personas “buenas y malas”… enseñanzas que, al estar atentos enriquecen nuestras vidas y nos ayudan a vivir con mayor consciencia.

Integrar la atención a esa impermanencia en nuestro día a día nos ayuda a disfrutar más y a sufrir menos. A apegarnos menos a las personas, a los “estados”, a los momentos que vivimos, porque todo, tarde o temprano acaba. Lo malo pasa, lo cual es un alivio, pero también lo bueno. Por eso es importante también tenerlo en cuenta para disfrutar con mayor intensidad de muchos momentos que no valoramos en su justa medida y nos hacen sentirnos vacíos, desgraciados o incluso “malditos”.

Y en este punto, valorar y agradecer es el ejercicio que nos acerca a ese “estar despiertos”. A vivir de otro modo, mirando a los ojos a quien nos pellizca el alma. Mostrando amor a través de nuestros actos y a través de nuestras palabras, eligiendo con quién comparto mi tiempo, poniendo límites a veces, trazando un camino que seguro vendrá lleno de quiebres. Todo esto ha sido este febrero. Un mes que ya casi acaba, con muchos altibajos, con una luna llena potente que ilumina a veces nuestro lado más oscuro y otras nos guía claramente hacia donde queremos avanzar.